Mosquitos by William Faulkner

Mosquitos by William Faulkner

autor:William Faulkner [Faulkner, William]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Realista, Sátira
editor: ePubLibre
publicado: 1927-01-01T05:00:00+00:00


LA UNA EN PUNTO

La señora Wiseman y la señorita Jameson se llevaron de la cocina a la señora Maurier, lamentándose y retorciéndose las manos, y ambas prepararon el almuerzo. Otra vez pomelos, apenas disfrazados.

—¡Tenemos tantos! —se disculpó la dueña del yate—. Y el camarero que se ha ido… Hemos encallado, como ven… —Les explicaba.

—¡Oh! Supongo que podemos soportar algunas incomodidades —le aseguró Fairchild cordialmente—. La raza no ha degenerado hasta ese punto. En un libro, sí, sería terrible; si usted obligase a los personajes de un libro a comer tantos pomelos como comemos nosotros, aullarían. Pero en la vida real… todo puede ocurrir; en la vida real la gente hace cualquier cosa. Es solo en los libros donde la gente funciona de acuerdo con las reglas arbitrarias de conducta y probabilidad; es en los libros donde los hechos no desafían la credulidad.

—Eso es muy cierto —convino la señora Wiseman—. Los caracteres de las personas, cuando los describen los escritores, siempre parecen perfectos, inevitablemente consecuentes, pero en la vida…

—Por eso la literatura es un arte y la biología no —interrumpió su hermano—. El personaje de un libro debe ser consecuente en todas las cosas, mientras que el hombre solo es consecuente en una: consecuentemente vano. Es su vanidad la que mantiene húmedas sus moléculas, unidas entre sí, en lugar de ser como un puñado de polvo que cualquier brisa puede diseminar.

—En otras palabras: es consecuentemente inconsecuente —recapituló Mark Frost.

—Me imagino que sí —replico el semita—. Aunque no sé qué quiere decir eso… ¿Qué decía, Eva?

—Estaba pensando en cómo la gente de los libros, cuando uno los conoce en la vida real, tienen un modo perverso y desconcertante de gustar o no gustar de las cosas que no deben. Por ejemplo, Dorothy. Supongamos, Dawson, que usted estuviera planteando el carácter de Dorothy en una novela. Cualquier escritor le haría gustar de las joyas azules. Oro blanco, platino y zafiros engastados en plata vieja… Ya saben… ¿No lo haría así?

—¡Vaya que sí! Eso haría —asintió Fairchild interesado—. Así es, le gustarían las cosas azules.

—Y después —continuó— la música. Usted diría que a ella le gusta Grieg y todos esos fríos locos del Norte con hielo en las venas, ¿no?

—Sí —volvió a asentir Fairchild, pensando inmediatamente en Ibsen y en la leyenda de Peer Gynt, y recordando un soneto de Siegfried Sassoon sobre Sibelius, que una vez leyó en una revista—. Eso es lo que le gustaría.

—Debería gustarle —corrigió la señora Wiseman—. En aras de la consecuencia estética. Pero apuesto que usted está equivocado, ¿no es así, Dorothy?

—Pues sí —contestó la señorita Jameson—. Siempre me gustó Chopin.

La señora Wiseman se encogió de hombros: un gracioso gesto misterioso.

—Ya ven. Eso es lo que hace que el arte sea tan desalentador. Una llega a esperar que todo lo vinculado con las acciones del hombre sea desalentador. Pero siempre me sorprende saber que el arte depende del público, del instinto del rebaño, tanto como fabricar automóviles o medias…

—Solo que todavía no pueden hacer publicidad para el arte por medio de piernas femeninas —interrumpió Mark Frost.



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